"Quando os jovens de uma nação são conservadores, o sino de seu funeral já tocou" Henry Ward Beecher

"Quando os jovens de uma nação são conservadores, o sino de seu funeral já tocou"
Henry Ward Beecher

sexta-feira, 2 de novembro de 2012

“No hay salida a este atolladero sin anulaciones masivas de deuda”

or una vez al menos, el Consejo Europeo reunido en Bruselas el jueves 18 de octubre de 2012 no fue “la última oportunidad”. Oficialmente el ambiente era más sereno de lo acostumbrado. Garantías del Banco Central Europeo (BCE); entrada en vigor del Mecanismo Europeo de Estabilidad (MES) –una especie de “FMI a la europea”– después de algunas vacilaciones alemanas; ratificación en Francia, con amargura [el Senado adoptó este tratado gracias a una aportación de la derecha, cuando la izquierda oficial es mayoritaria], del “Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza” (TSCG); desbloqueo de la tasa sobre las transacciones financieras gracias al lanzamiento de la “cooperación reforzada”: quieren creer en Bruselas que la salida de la crisis está próxima. “Pienso que lo peor ha pasado, pero aún no hemos terminado con ella”, predijo François Hollande, en la noche del jueves al viernes.
Principal avance de la sesión: se precisa la “unión bancaria”. Había grandes desacuerdos entre París y Berlín, pero Angela Merkel y François Hollande se vieron las caras el jueves en Bruselas, antes de la cumbre, para adoptar una posición común: de acuerdo en una supervisión bancaria a cargo del BCE, a partir del próximo 1 de enero, como querían los franceses. Pero el dispositivo tomará fuerza a lo largo del año 2013, y la supervisión no será efectiva hasta 2014 –para no precipitar las cosas, como querían los alemanes. Los europeos hacen de esta supervisión reforzada una condición previa para la “recapitalización directa” de los bancos que siguen maltrechos en la eurozona, por ejemplo en España.
Con ocasión de esta cumbre, Ludovic Lamant se ha entrevistado con el economista Fréderic Lordon, director de investigación en el CNRS [Centre National de la Recherche Scientifique, Centro Nacional de Investigación Científica, equivalente al CSIC español], especialista en temas de regulación financiera y figura destacada de los “economistas aterrados”, colectivo de universitarios “aterrados” por las políticas de austeridad que, en su opinión, están llevando a Europa directa al fracaso. Explica la serie de anuncios de los últimos meses, analiza los límites de esta “unión bancaria” en marcha y vuelve a las ambigüedades del “salto federal” que se suele presentar como una solución milagrosa a la crisis.
El BCE presentó en setiembre un programa de recompra de deuda en el mercado secundario, para dar oxígeno a los países más maltrechos. El anuncio parece haber apaciguado a los mercados y se han reducido los tipos a que se endeudan España e Italia. ¿Se trata de un giro en la gestión de la crisis?
Tanto como un giro, sería mucho decir... La crisis es tan profunda que haría falta no uno, sino toda una serie de avances institucionales, y por lo menos de este calibre, para que se pueda hablar de giro. Aunque tampoco pueda decirse que con esta decisión del BCE no haya pasado nada. ¿Exactamente qué? La intervención de Mario Draghi [recompra de deuda] ha congelado temporalmente un proceso de descomposición que llevaba irresistiblemente a la explosión del euro. Pero como todos los avances, se ha logrado con dolor, tras laboriosas negociaciones internas en el BCE y con los Estados miembros, y lo que es peor, continúa planeando la duda sobre la realidad de su puesta en marcha.
Para crear condicionalidad donde no había, el BCE ha decidido que un país no podrá beneficiarse del programa OMT [operaciones monetarias sobre títulos, o sea, recompras de deudas] hasta que no haya sido declarado “beneficiario” de los fondos de rescate europeos... es decir, hasta que no se haya dejado atrapar por las garras de la Troika [BCE, UE, FMI].
¿Qué ocurrirá en el momento en que estos países acepten entrar en los programas de condicionalidad? Me temo que se condene a las poblaciones a lo que podría denominarse una austeridad “sub-atroz”, o sea, algunos miles de millones de euros menos que recortar en los gastos públicos por la distensión de los tipos de interés, pero con un fondo de ajuste estructural que se mantiene idéntico... Con la esperanza, para los gobiernos, de que sus poblaciones no pasen al punto de rebelión abierta. Para éstas, por el contrario, la cosa significa la certidumbre de tener que soportar la austeridad durante una década, sin la posibilidad siquiera de que una explosión de los mercados financieros suponga el debilitamiento de estas políticas económicas, y de hecho su fin. Porque esto es lo que ocurre en Europa: las poblaciones sólo tienen la paradójica esperanza de lo peor, que una tempestad especulativa acabe por echar todo por tierra y que la tabula rasa permita reconstruir otra cosa. Esta esperanza, que estuvo muy cerca de materializarse este verano, la acaba de cerrar el BCE.
¿Descartas definitivamente este escenario de lo peor?
Esta es otra cuestión. Porque la decisión del BCE no ha alterado el carácter perdedor de la ecuación macroeconómica. Algunos puntos menos en el tipo de interés no cambiarán en nada el hecho de que vivimos el cierre de una época que acaba con un exceso generalizado de endeudamiento –tanto de hogares y bancos como de los Estados. Pero sólo se puede salir de este tipo de atolladeros por medio de anulaciones masivas de deuda.
La vía de salida no está en las ridículas bonificaciones del BCE, ni siquiera en el préstamo directo a los Estados (por ahora, como es sabido, prohibido por el Tratado): todas estas soluciones dejan intacto el aplastante stock de la deuda. La vía de salida es el impago [default], porque sólo el impago nos libera del stock. Pero es algo que resulta inconcebible en frío. Esperemos por tanto que la macroeconomía haga su trabajo..., eventualmente ayudada por algunas patadas políticas de unas poblaciones tratadas como simple carne de austeridad, pero que un día podrían decidir que ya es demasiado y que basta.
¿Eres favorable al hecho de retirar del cálculo del déficit público de los Estados miembros, las inversiones “productivas”, lo que sería otra manera de volver a dar oxígeno a los Estados, al tiempo que se intenta respetar el objetivo de déficit del 3% del PIB?
Esta pregunta supone implícitamente admitir que la política presupuestaria debe estar regulada por objetivos predefinidos de déficit, corriente y/o estructural. Pero este implícito no es evidente, y resulta tan incompetente como peligroso. Más que entrar en discusiones bizantinas de definición de los distintos déficits, habría que deconstruir el supuesto previo de esta falsa evidencia, porque justo en este sometimiento de las políticas económicas a objetivos predeterminados reside la tara congénita del modelo europeo.
Por una sorprendente paradoja, los Estados Unidos son los grandes emisores de mandatos doctrinales que sólo los europeos son tan burros como para tomarlos al pie de la letra. Como ocurre con este debate tan a lo “Chicago” [alusión a la Escuela de economía de Chicago], conocido con el nombre de “rule versus discretion” [normativa versus discrecionalidad], que en nombre de la “credibilidad” ordena a los gobiernos someterse estrictamente a reglas.
Los Estados Unidos nunca estarían tan locos como para atarse las manos con objetivos predefinidos e intangibles, y privar así a su política económica de cualquier margen de apreciación estratégica y de acción discrecional. Tan sólo los europeos son capaces de atarse sin reservas a esta monumental burrada. Y tan sólo los devotos creen en la numerología económica. Hay que reconocer que es una religión que funciona: no cesa de crear nuevos ídolos.
Después del 3% de déficit corriente, surgido de ninguna parte, o tal vez de las pesadillas de los socialistas franceses de los años 80 [este 3%, fijado de manera bastante azarosa, se convirtió en una regla con el giro a la austeridad de 1983], ahora viene el 0,5% de déficit estructural, cuyo fundamento macroeconómico es rigurosamente inexistente. Los más exaltados abrazan también el 90% de deuda pública, gestado por Rogoff y Reinhardt [dos economistas americanos que fijaron este umbral que se ha convertido en una referencia sagrada para las políticas de austeridad, aunque es cuestionado incluso por macroeconomistas bastante tradicionales], un nuevo desatino que agitar delante de las narices de los impíos o de los bobos.
El presidente del Consejo, Herman Van Rompuy, propone reforzar la unión económica y monetaria. Comenzando por la Unión bancaria, ya en marcha. Esta última prevé la puesta en pie, oficialmente el próximo 1 de enero, de un supervisor único para el conjunto de los bancos de los 17 Estados miembros de la zona euro. ¿Es un avance?
Es evidente que una unión bancaria es un elemento muy importante de avance de la integración europea. ¿Ante quién se precipitan todos lo banqueros para llorar su miseria y suplicar que se les salve? Ante el viejo y buen Estado-nación, ese pelado, ese sarnoso, tan superado, tan a la cola de un mundo que se ha vuelto “plano”... En caso de desgracia, la raza de los señores de las finanzas “mundializadas” retorna a la cuadra nacional para hacerse cuidar. Los bancos, en tiempos de crisis, se dirigen hacia el poder político real, el único polo fuera del mercado capaz de salvar a los capitalistas del desastre de los mercados.
Desde este punto de vista, que tengan que dirigirse no ya a los centros nacionales, sino a un centro europeo, será sin duda un paso en la constitución de este nivel europeo como auténtico polo político. Pero desplazar el lugar de la supervisión y del salvamento bancarios al nivel europeo no tendrá ningún efecto en la inflexión de la relación de fuerzas entre la política y las finanzas: las instancias europeas, aún menos que nadie, no impondrán la menor condicionalidad a las finanzas, y no hablemos ya de utilizar la oportunidad de la crisis para coger a los bancos e imponerles una refundición radical de sus estructuras...
¿Cómo explicar la reticencia de los alemanes a este texto?
Es una actitud incomprensible en un país que hace profesión de integracionismo federal. Como siempre, lo incomprensible es muy comprensible si somos capaces de ver la potencia y la resistencia del hecho soberano nacional, no menos fuerte en Alemania que en otros países. Los alemanes no quieren que una autoridad supranacional, de dudosa legitimidad (eufemismo) meta su nariz en los Landesbanken [bancos de las regiones], donde se elaboran importantes compromisos políticos regionales. De paso, se puede ver cómo Alemania, reputada reina de la ortodoxia, es muy capaz de subordinar la actividad bancaria a fines políticos que le son claramente exteriores.
¿Crees que algunas cosas empiezan a moverse en Bruselas? El reciente informe Liikanen [gobernador del Banco de Finlandia], publicado por un grupo de expertos de la Comisión, aboga por acabar con el principio del “banco universal” y propone aislar las actividades bancarias más arriesgadas.
“Cosas que empiezan a moverse”... Estamos a nada menos que cuatro años del desencadenamiento de la crisis del siglo y las “cosas” consideran que podrían “comenzar” a moverse. Sería justo que las cosas se dieran un poco de prisa, si no quieren que su movimiento acabe en papel mojado. Pero todo el mundo puede ver que en materia de regulación no hay ninguna voluntad política, en ningún sitio, para superar el simple estadio de la pantomima: el Dodd-Frank Act [ley de julio de 2010, para regular los mercados financieros y proteger al consumidor] de Obama está siendo metódicamente vaciado de sustancia por el lobby de la industria financiera; el informe Vickers que al parecer iba a preconizar (para el Reino Unido) la separación entre banca de inversión y banca comercial, ha quedado reducido a un hilillo de agua tibia.
En cuanto a su equivalente francés, defendido por François Hollande durante su campaña, Pierre Moscovici ya ha rectificado la pobre “cosita” que apenas comenzaba a “moverse” –y el “enemigo sin rostro” se parte de risa. No hablemos ya de Europa: en esta materia es la imagen misma de la nulidad. O más bien de la mala voluntad, acompañada con algunas gesticulaciones verbales.
El Consejo Europeo espera obtener el aval de los Jefes de Estado y de gobierno para “explorar” dos pistas nuevas. La primera trata de la “contractualización” de las políticas económicas de los Estados, en diálogo con la Comisión, para una mejor coordinación. ¿Qué piensas de esto?
“Contractualización”, “semestre europeo”, TSCG, regla de oro: otras tantas variantes lamentables del mismo profundo contrasentido sobre la presente crisis europea, que es una crisis de configuración política. La zona euro ha intentado explorar una configuración intermedia entre las soluciones nacionales y una unión completa, y este intento ha fracasado. El federalismo incompleto, simplemente monetario, como muchos economistas heterodoxos lo habían señalado desde el principio, es inmantenible. Es económicamente ineficaz y políticamente odioso. El problema constitutivo de esta configuración la condena a defectos irremediables, ¡y es un problema completamente objetivo!
Partiendo de ahí, si se dan un destino común, en este caso monetario, es imposible que se hagan políticas económicas fuera de cualquier pre-coordinación con reglas, a no ser que se permitan pasajeros clandestinos [que no participan en una acción colectiva para evitarse los costes, aunque pretenden recoger los beneficios] y “riesgos morales” [estimulo de la adopción de riesgos, porque se sabe que hay un seguro contra esos riesgos].
Pero las reglas, por definición, tienen el doble inconveniente de, por una parte, suprimir todo margen de maniobra estratégica para una acción discrecional requerida en caso de choque excepcional, y por otra, de atentar directamente contra el principio de soberanía. Sólo la eurofilia beata puede mantenerse ignorante de los efectos de estas desposesiones de soberanía popular. Adepta de la razón tecnológica, única manera de superar los “arcaísmos nacionales”, la democracia le parece una cuestión completamente subalterna, cuando no es un obstáculo a saltar por encima.
La “contractualización” y todos sus avatares persisten en la lógica de este problema tan objetivo como insoluble: se seguirá comprando “coordinación” al precio de la democratización europea, un cálculo desastroso desde cualquier punto de vista, tanto político como económico.
El documento propone también profundizar la idea, todavía muy imprecisa, de “capacidades presupuestarias” en la zona euro. ¿La vuelta de los eurobonos, una deuda pública emitida colectivamente, a escala de la zona euro, permitiría reforzar la solidaridad en el seno de los Estados miembros? ¿Sería un avance?
La idea no es sólo imprecisa: es insignificante, teniendo en cuenta el tamaño actual. Un presupuesto comunitario incrementado (¿en qué plazo?) en algunos puntos del PIB sigue siendo una miseria –aunque un poco menos miserable que el actual 1%. No hay que esperar ningún efecto macroeconómico serio.
Por lo demás, no se puede asimilar este embrión de presupuesto comunitario con la idea de los eurobonos, aunque guardan cierto aire de familia. Pero los alemanes, que tienen más que perder con una equiparación de los tipos de interés, nunca entrarán en un dispositivo de eurobonos sin haber obtenido como contrapartida un derecho de vigilancia permanente (eventualmente a través de la Comisión), y más severo que nunca, sobre la definición por anticipado de las políticas económicas nacionales. Ni que decir tiene que el Estado miembro que se desvíe será puesto al momento bajo tutela, sin esperar siquiera al estadio de reclamar los fondos de rescate del MES. A la menor rareza, sería declarado incompetente.
El entusiasmo por los eurobonos es una especie de síntoma: nos ofrece la medida de la incomprensión de la crisis del principio de soberanía que asola a la Unión Europea. Poder imaginar la salida de la crisis por vías que la profundizan hasta tal punto es la cumbre de la aberración e indica el grado de naufragio del pensamiento economista. Porque bajo la fontanería financiera (“la crisis económica”) hay una crisis profundamente institucional y política, una crisis del principio de soberanía. Pero estoy de acuerdo en que es mucho pedir a los economistas, como a todos aquellos, dirigentes políticos, editorialistas, cronistas europeos fanáticos, etc., cuyas mentes han sido devastadas por ese pensamiento, y para quienes la política, en el sentido más profundo del término, se ha vuelto algo totalmente extraño.
Pero la integración económica no significa forzosamente, al menos en teoría, un endurecimiento presupuestario... ¿Estás de acuerdo en hacer la distinción? El Partido socialista, en el Parlamento europeo, defiende por ejemplo integrar un pacto social dentro del informe Van Rompuy.
Es en efecto una distinción elemental, precisamente una de esas distinciones que los eurobeatos siempre han negado, para mejor empujar a los oponentes de la Europa de Maastricht-Lisboa al rechazo a secas de Europa. Por cinismo deliberado o por simple necedad, no se sabe bien, toda la oligarquía se ha puesto espontáneamente de acuerdo en encerrar el debate en la débil antinomia de “A favor o contra Europa”, sin querer plantear nunca la cuestión de “¿Qué Europa?”, o “¿En qué condiciones?”. Como si Europa fuese deseable por sí misma, formalmente, sin ninguna consideración de sus contenidos. Ante los más fanáticos defensores de Europa, me planteo siempre la misma pregunta: ¿en qué momento, a qué clase de “progreso” europeo, dirían “stop”? Ante la Europa del libre comercio de órganos, ¿debemos continuar o pararnos a reflexionar?
Es verdad que Europa es más astuta que todo eso, y no se arriesga en caer en semejante barbaridad. Se contenta con extender la miseria, algo que no suscita la menor reserva entre los oligarcas de todo pelaje (comenzando por los oligarcas mediáticos), inclinados por lo general a considerar su bienestar material como natural y universalmente compartido. Estos vulgares problemas de intendencia no son nada comparados con las grandiosas perspectivas históricas que ellos, y no el pueblo obtuso, tienen la suficiente altura de miras para abarcar.
Lo que me espanta de toda esta gente es hasta qué punto Europa se ha vuelto intransitiva, es decir sin otra finalidad que sí misma. Haga lo que haga, la defenderán hasta el final, hasta el final de la crisis humanitaria griega, hasta el final de la Gran Depresión a que se nos precipita. Si Europa, que es buena, dice “austeridad”, entonces la austeridad es buena; así, en Francia, la mayor parte de los cronistas europeos, incluso de algunos periódicos supuestamente de izquierdas, ¡están más a la derecha que el Financial Times, The Economist y el FMI juntos! –es cierto que los aprendices de ideólogos no tienen la desenvoltura de los grandes consagrados que pueden pagarse el lujo de la lucidez: ellos ven, ¡y lo dicen!, que la austeridad es un callejón sin salida.
Sin embargo, la cuestión más que nunca es la diferencia entre esta Europa y cualquier otra Europa posible. Pero ese debate no debe ser planteado nunca, y en esto consiste la vida democrática bajo la férula ilustrada de estos preceptores: algo intermedio entre “camina o revienta” y “cállate la boca” (otro inconveniente menor a sus ojos). Con toda generalidad, se puede decir de la integración económica lo mismo que se podía decir de la moneda única a comienzos de los años 1990: una idea interesante, pero imprecisa tal como está, que no se puede valorar hasta conocer sus contenidos concretos.
Aunque las cosas se complican. Porque en un tablero de dibujo se puede imaginar bien la moneda única de nuestros sueños. Pero, por ejemplo, no se hace cualquier Europa monetaria con Alemania: se hace la suya, y punto. Por eso la monstruosidad de fijar contenidos de política pública, en particular de política económica ortodoxa, en textos de carácter (cuasi) constitucional, como los tratados europeos. Porque la democracia supone la posibilidad de cuestionar regularmente las políticas públicas ordinarias, someterlas de nuevo a la deliberación soberana, para reconducirlas, modificarlas o abandonarlas.
¿Y el “pacto social”?
El “pacto social” de los “socialistas” europeos forma parte de esta bisutería que se suele arrojar a la población cuando se vuelve un poco desabrida. Se les ofrece entonces tinta sobre papel, al estilo de los irrisorios artículos “sociales” del Tratado constitucional europeo de 2005, o incluso del añadido de la palabra “crecimiento” detrás de “pacto de estabilidad”. Hay que acabar por hacerse a la idea de que las promesas de una superestructura de derechos sociales edificada sobre la infraestructura de un neoliberalismo “constitucionalizado” son, por construcción, mentirosas. Y que, retomando las palabras de François Denord y Antoine Schwartz, “la Europa social no tendrá lugar” [título de su obra, Ed. Raisons d’agir, 2009] –en todo caso partiendo de esa Europa.
¿Estás de acuerdo en que “más integración” –lo que algunos en Bruselas llaman el “salto federal”– es la única respuesta a los desequilibrios macroeconómicos que están en el origen de la crisis?
Es obvio que si una Europa quiere sobrevivir a esta crisis, es imperativo el salto federal. Pero hay que preguntarse por su forma, sus contenidos... y las condiciones de esa posibilidad. Si, como creo, la actual crisis de Europa es fundamentalmente una crisis política del principio democrático de la soberanía popular, entonces cualquier federalismo no vale. La peor de las soluciones sería en un federalismo tecnocrático “conservativo” que no tendría ninguna intención de cuestionar, “desconstitucionalizándola”, la actual base neoliberal.
Por decir las cosas de forma positiva, el “federalismo” sólo tiene sentido entendido como advenimiento de una auténtica comunidad política europea, provista de una constitución que no tenga otra finalidad que la organización de los poderes públicos europeos, y remitiendo la definición de todas las políticas públicas (comunes) a instancias (ejecutivas y legislativas) elegidas y dotadas de los poderes adecuados. Esto es, la reducción de la Comisión a una pura administración, sin comisarios ni presidente.
Esta condición necesaria no es sin embargo suficiente. Ya que la formación de una auténtica comunidad política, de una politeia como decían los griegos, no es cuestión de instituciones formales. Requiere también que las multitudes europeas se reconozcan en pueblo europeo, más precisamente en un pueblo europeo que decide gobernarse según la ley de la mayoría. Pero esto supone que se creen divisiones político-ideológicas transversales que prevalezcan sobre los actuales compartimentos verticales-nacionales.
Por poner un ejemplo muy simple, sería viable una Europa política si, digamos, los alemanes aceptaran plegarse a una ley de la mayoría europea que decidiera que el banco central ya no tendría que ser independiente y que podría financiar directamente a los Estados... ¿Alguien está dispuesto a apostar por ello? Nótese que habría que proceder a igual experiencia mental, una especie de stress-test previa a la Europa política, con franceses obligados por una ley de la mayoría a renunciar a la seguridad social o a la educación nacional pública, etc.
Planteada más en general la cuestión es por tanto la siguiente: ¿consentirían algunas naciones en renunciar a una parte de sus idiosincrasias históricas más profundas bajo los efectos de una ley de la mayoría “transversal”? Por mi parte, no sé responder a esta cuestión. No sé si el beneficio de una real ciudadanía política europea, acompañada de avances de derechos fundamentales, bastaría para crear una affectio societatis europea capaz de dominar los affectio societatis nacionales, a la manera como las pertenencias regionales en Francia son dominadas por la pertenencia nacional. Ahora bien, ésta es la cuestión decisiva.
Lo que sí puedo ver es que los federalistas rabiosos no tienen la intención, ni tal vez la idea, de plantearla. Al igual que ha pasado con la moneda única, se corre el riesgo de comprometerse en una construcción sin prever lo que podría o debería hacer ante choques distintos a los del “pequeño tiempo”. El drama de Europa está en que su defensa, tanto práctica como ideológica, ha sido confiada a fanáticos sin ningún sentido histórico de lo que es la política.

Entrevista a Fredéric Lordon sobre Europa y la crisis

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